Entrevista realizada por Jaime Peña para la edición de Ópera prima y otros corazones
¿Cuáles han sido sus lecturas predilectas?
Cuando tenía diez años y estaba en cama con paperas, una muy querida prima mía me regaló Adiós a las armas, de Ernest Hemingway. Yo, sobre mi lecho de niño abandonado y oyendo cómo mis amigos jugaban fútbol en la calle frente a mi casa, leía la historia de aquel voluntario de la Cruz Roja durante la Primera Guerra Mundial y sentía, en mi precocidad, el crecimiento de todos los hervores de la temprana adolescencia. Personalmente, no me importó entonces y menos ahora si aquella historia la vivió, la imaginó o la adornó a su gusto Hemingway; o sea, no me interesa en lo absoluto cuanto de verdad contenga aquella mentira que ahora puedo decir que es toda novela; lo que me importa es que, desde entonces, para mí la lectura de literatura tiene una profunda relación con el placer de la plenitud humana, con la posibilidad de asumir esa plenitud en su profundidad y contradicción, y con la certeza de vencer, en celebración efímera, a la Muerte.
¿Quién lo estimuló en estas lecturas? ¿Cuándo empezó su interés por la escritura?
Alrededor de los doce, mi ñaño Tito, trece años mayor que yo, empezó a regalarme los libros que aparecían semanalmente en las colecciones de Salvat Universal y la Biblioteca de Autores Ecuatorianos editada por Ariel. Yo, en ese entonces, creía que era un imperativo moral el leer cada libro que me regalaban, así que en esa época leía mucho en mucho desorden. El gran descubrimiento de entonces fue para mí la literatura ecuatoriana. Y, claro, las ganas de escribir historias parecidas a las que leía. Al comienzo, imitaba a los autores de mis lecturas: terminé Don Goyo, de Demetrio Aguilera Malta e inmediatamente escribía una nouvelle llamada Zacarías. Aquello fue un valioso instrumento para comenzar a afinar mi escritura. Escribía con gran soltura y con enorme disciplina dándole continuidad a las historias de los libros que leía o imitándolos sin ningún recato. Después de leer El profeta y El loco, ambas de Gibrán Jalil Gibrán, escribí mi primera novela llamada Vuelta a la vida, que entonces no sabía que podía ser el nombre de un cebiche y a la que le di tono apocalíptico y sentencioso. Una vez que terminaba “mis novelas” se las enseñaba a mi hermano que se convirtió en un ávido consumidor de mi literatura. Hasta hoy, para mí sigue siendo importante lo que mi hermano opine acerca de mis libros. Desde esa época supe que quería ser escritor.
¿Su inicio como escritor estuvo conectado con algún suceso especial?
Exploro en mi memoria y encuentro no un suceso sino una situación especial. Tal vez, la circunstancia de ser el hijo menor de mi familia, con una diferencia de doce y trece años con mis hermanos y de pasar mucho tiempo solo, leyendo, viviendo en la literatura lo que no podía aún vivir en la vida. Esa circunstancia de soledad me llevó a la necesidad de escribir las cosas que pensaba y que no podía comunicar oralmente puesto que era demasiado chico para las conversaciones de los mayores y tenía demasiadas lecturas para hablar de ciertos temas con mis amigos del barrio. Con los primeros, quedaba como entrometido, con los segundos, como un raro que lee libros raros (que, a cierta edad, es casi un defecto). La escritura fue, entonces, un espacio para volcar todo lo que tenía adentro sin vergüenza alguna, toda vez que el texto literario, una vez escrito, separado ya del autor que lo escribió, es un objeto con vida propia, separado de la vida del propio escritor, independiente.
¿Es indispensable ser un buen lector para ser un buen escritor?
No lo sabía en aquel tiempo pero lo practicaba: antes que nada, era un lector voraz. Ahora puedo decir que para escribir es imprescindible leer. Uno tiene que alimentar su propio proceso creativo con la asimilación de aquello que la historia de la literatura nos enseña. Así, leer los clásicos se convierte en una obligación estética para el oficio de escritor. Nada más errado que pensar que no hay que leer para evitar las influencias o, peor, que únicamente hay que leer lo que está de moda. Todo lo contrario: el problema no es tener influencias sino saber escogerlas entre lo mejor de la literatura del mundo y, además, formar el criterio conociendo el proceso universal de la literatura. Y, en medio de todo lo que hay que leer, puedo afirmar que en la literatura escrita en lengua española, el Quijote es el centro del canon y por tanto el libro cuya lectura es fundamental para todo aquel que aspire a ser escritor. En síntesis, la lectura de literatura contribuye sustancialmente al aprendizaje de la propia escritura.
¿Qué cualidades se necesitan para ser un escritor?
Junto a la lectura, creo que todo aquel que quiera ser escritor —además de la búsqueda constante de las posibilidades expresivas y estéticas del lenguaje— necesita de una experiencia vital intensa, una sensibilidad especial frente a los espíritus de las personas y una actitud alerta a los sucesos del mundo pero, sobre todo, un punto de vista original para ver a los seres y a las cosas. E igual que para toda profesión, la del escritor también exige una disciplina particular: es necesario leer con método y sentido analítico y escribir sin tregua con un insobornable espíritu crítico.
¿Qué dificultades debe afrontar un escritor?
Cuando yo era adolescente escribía con mucha facilidad, sin preocupaciones y también sin responsabilidad con la palabra. Mas llega un momento en que uno se da cuenta —gracias a la lectura atenta de literatura— de la diferencia entre un texto bueno y uno excelente. Es un momento de definiciones porque implica aceptar que no todo aquello que escribimos, aunque lo percibamos como bueno, tiene el nivel que imaginamos debería tener. Pero todavía hay algo más complejo: el instante crítico sucede cuando uno toma consciencia de la diferencia entre un excelente texto y uno que resulta imprescindible. En ese instante nos damos cuenta de que el arte es una utopía en cuya búsqueda pasaremos la vida entera.
En 1976, cuando cursaba sexto curso de bachillerato, escribí el cuento “Por culpa de la literatura”. En dicho texto resumí las dificultades que un adolescente puede tener al momento de decidir que quiere ser escritor. A los diecisiete años, sin embargo, sólo sabía de las dificultades con la familia y ciertas prevenciones por no tener respuesta clara frente a la pregunta: ¿de qué vas a vivir? Lo que no sabía es que las dificultades de un escritor son mucho más profundas y tienen que ver con el agobiante trabajo que requiere encontrar la palabra precisa, la imagen deslumbrante, la historia novedosa y con esa particular angustia personal que es producto del sentirse un tanto fuera del mundo pues la escritura requiere de una soledad esencial y de un aislamiento que lleva al escritor a convertirse en un observador del mundo cuando no tiene otros alicientes para ser parte de su transformación.
¿El escritor necesita alguna disciplina?
A pesar de los años transcurridos, todavía existe la idea de que el escritor es un ser bohemio que escribe gracias a las iluminaciones que le provee la inspiración. Esta es una imagen de origen romántico y data del siglo XIX. El dedicarse a beber o al consumo de drogas sin escribir una obra literaria puede convertir al aprendiz en un sórdido personaje de crónica roja. El consumo de ajenjo por parte de los escritores europeos de la segunda mitad del XIX, el alcoholismo de Poe o Hemingway, el consumo de opio por parte de nuestros modernistas en los 20, el de alucinógenos de la generación beat de los Estados Unidos en los 50, etc., son parte de un anecdotario a su obra literaria, escrita con disciplina y búsqueda estética; no constituyen la esencia de aquella por lo que no hay que confundir la experiencia vital intenta de ciertos espíritus embebidos de sensibilidad con la obligatoriedad de luchar contra las palabras y su obstinado ocultamiento. La literatura, como todo arte, requiere de una disciplina espartana: hay que leer mucho, hay que escribir más, hay que publicar lo que quede de una feroz autocrítica y, en muchas ocasiones, hay que sacrificar la vida misma por la exigencia de la escritura.
¿Cuál es el papel o la misión del escritor dentro de la sociedad?
En este último sentido, el escritor, al igual que toda persona, tiene deberes de ciudadanía que cumplir, tiene un compromiso ético con la sociedad a la que pertenece. Sus deberes comienzan por el uso de la palabra puesto que éste implica una responsabilidad social con los lectores que se enfrentan al texto literario. No se trata de una actitud mesiánica sino de entender que, dotado de las enormes posibilidades expresivas del lenguaje, el escritor debe cuidar la palabra y esto implica ser responsable por lo que dice, por la forma cómo lo dice, por la propuesta que se desprende de aquello que dice. La palabra nunca será neutra de ahí que su uso requiera de una actitud ética que esté consciente de aquello.
¿Qué sucesos importantes, tanto nacionales como internacionales, cree que han marcado su obra y por qué?
Uno está inmerso en la historia y, aunque quisiera, jamás escapará de ella. En La consagración de la primavera, Alejo Carpentier desarrolla maravillosamente este postulado a través de la historia de Vera, una bailarina que escapando de la transformación que vivía la Rusia zarista con la revolución de Lenin, viaja por el mundo y se encuentra con la Guerra Civil española, la Segunda Guerra Mundial y termina viviendo en la Cuba revolucionaria de los sesenta. Yo nací el año de la revolución cubana por lo que, en lo personal, me he sentido marcado por ella: por las ilusiones de una sociedad solidaria que generó, por el orgullo de soberanía de un pueblo sometido a un bloqueo criminal y también por las contradicciones entre libertad y justicia social que recorren su historia y sus fracasos en materia económica. Me ha tocado vivir el fin de la guerra de Vietnam y la caída del Muro de Berlín: es decir, la transformación del planeta de la guerra fría al planeta en el que Estados Unidos disputa con China y la Unión Europea el dominio del mundo. Al mismo tiempo, amanecí a la vida adulta con el retorno a la vida democrática en nuestro país: todo mi bachillerato lo hice bajo regímenes dictatoriales. Después, he participado activamente en nuestros procesos democráticos y, asumiendo mis deberes ciudadanos, he servido al país y creo haber contribuido a la construcción de una sociedad más justa y más solidaria. Estos sucesos del Ecuador y el mundo han marcado mi palabra.
¿Cuál ha sido o es su mayor satisfacción como escritor?
La literatura, entendida como una pasión de vida, me ha deparado muchas satisfacciones. En primer lugar, la posibilidad de representar estéticamente aquello que pienso y siento acerca del mundo, las cosas y la gente y, por supuesto, la comunicación plena con esos lectores, desconocidos cercanos de mi palabra, para quienes uno escribe. Luego, la alegría que significa cada nacimiento en la aparición de un libro nuevo. Finalmente, como en la canción “Resumen de noticias”, de Silvio Rodríguez, a través de mi literatura, si bien “no he estado en los mercados grandes de la palabra he dicho lo mío a tiempo y sonriente”.
¿Cuáles fueron los retos más difíciles que debían afrontar los jóvenes en su generación?
Me parece que los retos de los jóvenes que se inician en la escritura son siempre parecidos por una razón sustancial: la literatura es un arte que, por lo general, va a contracorriente con los valores que la sociedad preconiza, con lo que el establishment señala como estética, con la coyuntura política, etc. Al ser la literatura un arte contestatario el primer reto se da a partir de la confrontación de los escritores con el tiempo y el mundo que les toca vivir; y como no es suficiente estar en contra, el siguiente tiene que ver con la construcción de la expresión literaria propia. De ahí, en adelante, toda la dificultad tiene que ver con el hablar con voz propia.
¿Qué consejo daría usted a los jóvenes de la generación actual?
Aún con la experiencia vivida que llevo encima no me gusta dar consejos a los jóvenes que se inician en la literatura, en parte, porque me parece que no existe consejo posible en un campo en el que prima la libertad personal, la intuición que nace de las tripas y la experiencia vivencial de cada uno, y, en parte también, porque creo que lo que marca la diferencia en la literatura, como en el poema “The Road Not Taken”, de Robert Frost, es el escoger el camino menos transitado.
¿En base a qué elementos, su obra puede abrir fácilmente un diálogo con los jóvenes de hoy?
En los cuentos seleccionados existen varias temáticas que creo son de interés de los jóvenes en la medida en que tocan su mundo. También hay dramas con personajes jóvenes como protagonistas en conflicto de adultos. En la construcción del discurso narrativo construyo una expresión que mezcla lo popular y lo culto. Y, claro, manteniendo el espíritu rebelde de la juventud, mis textos son un permanente cuestionamiento a los prejuicios sociales y una expresión solidaria por los seres marginados por la hipocresía moral de una sociedad intolerante y excluyente.
¿Qué es para usted la literatura?
La literatura es un mundo que se construye con palabras en el marco de la realización de una propuesta estética; es la asunción de una responsabilidad ética frente a esos hipotéticos lectores a quienes va dirigido el texto literario; es la realización plena de un espacio utópico que desaparece en el momento mismo de la aparición del texto; es la conjunción del sentido lúdico del lenguaje con la expresión de una ética de la letra; y, finalmente, creo que la literatura es la posibilidad de sentir el mundo en la palabra.
Bogotá, 19 de marzo de 2011