En Roma, el 5 y 6 de septiembre, en la sede de la Universidad de la Sapienza, se desarrolló el Festival Internacional de Literatura – Roma 2019: “Poetas en diálogo. Puentes entre culturas”. El evento fue organizado por la Casa Cultural de las Américas, con sede en Houston, Texas, y contó con el apoyo de la universidad, de la Organización Internacional Italo – Latinoamericana, IILA, el Instituto Cervantes, el Centro Studi Jorge Eielson, y las embajadas de México y Ecuador.
La Casa Cultural de las Américas es una organización no gubernamental cuyo principal propósito es preservar y promover la diversidad cultural de las Américas en Estados Unidos y en Europa. Nació en 2012 como una iniciativa de la doctora Elizabeth Quila y un grupo de americanos hispanistas las artes y su herencia cultural. La organización se ha convertido en una plataforma que muestra la riqueza cultural de las Américas, con énfasis en la presentación de la literatura contemporánea escrita en castellano al público de Houston y otras ciudades de Estados Unidos y de Europa.
En el evento de este año, en Roma, participaron Gloria Gervtiz y Jeannethe Clariond, de México; Jordi Virallonga, de España; Márgara Russotto, de Venezuela; Martha Canfield, de Uruguay; Marco Giovenale, Alessio Brandolini, Valerio Magrelli y Elena Bartone, de Italia; y Raúl Vallejo, de Ecuador. Los organizadores publicaron sendos folletos con los poemas de los participantes en edición bilingüe castellano – italiano. Los poemas fueron traducidos por Stefano Tedeschi y Martha Canfield, entre otros.
Descarque aquí los poemas de Raúl Vallejo traducidos al italiano por Stefano Tadeschi
Aquí, una selección de poemas de las y los poetas participantes:
Corazones solitarios, de Valerio Magrelli
Toman papel y pluma, corrigen
releen, franquean, envían
y esperan. Aunque sólo para pocos
se abrirá,
con soledad y desolación
con dignidad y desamparo
entregan su palabra remota
como si fuera la hostia
por el milagro de Bolsena.
La medida imposible del mar, de Jordi Virallonga
Hola, mamá, no te enfurezcas,
sé que estás muerta y que Dios no existe,
que debo ser feliz, y que hago mal preocupándome por cosas
que te harían desgraciada,
pero hoy estaba con Vera en el balcón,
el mar tenía la medida imposible
que te ha reemplazado,
y te echo de menos por el azúcar y los cubiertos,
por las ganas de que existas,
que ya ves, ya sé que no me ves,
y que no voy a preguntarte por mis hijos.
No quiero hablar de ti porque te llevo
en esta niña que soy yo cuando fui tuyo,
que te haría ser más joven, menos muerta,
no esta ruina permanente sin columnas
que no acaba de asolar la tempestad,
esa última sed, la vencida inmensidad del abandono.
Esto lo escribí porque a veces,
cuando me siento mal
porque no preguntan por ti y les digo,
y sé o no sé, mamá, tú me conoces,
necesito inventarme al abuelo que no tuve y al que tuve,
al puto padre que te parió, y que en mi casa
hubo amor, hubo reina,
hubo gente extraordinaria.
Al interior, de Marco Giovenale
También esto tiene nombre. (También todo). Espera solo un poco. Veo estas películas años Setenta, en las cuales están los años Setenta. Se hacen los libres, entran en los coches. Con una crisis profunda. Con una profundidad. Y luego: no es fácil decirlo habiéndolo vivido. Con casi una melancolía. ¿Lo sabes? (en la película; es algo que dicen). Como extraños pero al final no del todo. Que pasan delante de la tienda de campaña.
Toma la foto a la caravana. Tienes que hacer menos fatiga. Ha sido comprada, era una tienda de campaña rebajada. Hace menos en general.
De Migraciones, de Gloria Gervitz
Dijo:
yo soy La palabra
yo soy la que nace naciéndose de sí misma
ábrete para que te llene de mí
abréme tu sexo ábremelo
y siente cómo penetro y te fecundo
ábrete al placer de estar preñada de lo que no puede decirse
y que ahora sabes
siéntelo
deja que te inunde
no tengas miedo
estoy aquí
aquí en ti y contigo
gózame y goza tu vida
la única y tuya y de ti y para ti
esta es la única eternidad que tendrás nunca
date a luz a ti misma
empújate hacia afuera
y nómbrame
La expulsión, de Marta Canfield
Con las alas en parte desplegadas
inmóvil en el aire
levantaba la espada por encima
de su propia cabeza.
¿Podía quedar algo
detrás de su figura luminosa?
¿Qué secreto guardaba
tras el rostro severo e impenetrable?
No podíamos hablar con ese ángel
pero él en nosotros encendía
el recuerdo imborrable
de los días vividos descubriendo
lugares nuevos y antiguas emociones
(o que más tarde habrían de ser antiguas).
Queríamos descubrir
el exacto sabor de la otra piel.
Queríamos saber de qué manera
se transformaba en vértigo el placer
dejándonos inermes
sobre la orilla de un río de caricias
inertes soñadoras
en fusiones en las que se perdía
la noción del límite del otro.
Habíamos comido muy cerca de las fuentes
habíamos mezclado agua fresca con fruta
nos habíamos pintado el cuerpo un día
con jugos densos de rarísimas plantas.
Habíamos cantado imitando el gorjeo
amable de los pájaros
y en el transcurso lento de los días
fuimos dándole nombre
a todo aquello que alrededor nuestro
empezaba ya a pertenecernos.
Sobre grandes hojas sabías ofrecerme
bocados exquisitos
pequeños cuerpos de animales tiernos
que se nos ofrecían
con entusiasmo heroico
en la rueda feliz del ciclo de la vida.
Yo no entendía todas las palabras
y así me abandonaba al sonido hechicero
de notas bajas y altas
cariciosas y graves
sin entender el orden ni las reglas.
En cambio tú sabías lo que estaba prohibido
tratabas de evitar para los dos
la cumbre de la culpa y del remordimiento
querías transmitirme
como unidad imposible para mí
la dicha y el dolor
la obediencia a la ley
y la ebriedad de quien se siente libre.
Tratabas de enseñarme
que el éxtasis fulmina y es fugaz.
Tratabas de enseñarme
el valor del recuerdo,
la lentitud amorosa, la amistad.
Cuando se abrió de par en par la puerta
y fuimos expulsados
de mí salió un grito irreverente.
Me desperté de golpe
y vi mis sueños rotos a pedazos.
Me vi a mí misma polvo
que regresa a ser polvo.
Y a ti te vi arrancado de mis brazos.
Entonces entendí tus enseñanzas.
Y el recuerdo de la dicha pasada
vino a llenarme el corazón herido
uniendo consuelo y pena en la memoria.
Mientras salías te cubriste el rostro
y el Ángel inmutable dejaba su mirada
caer sobre nosotros
como una oración
como el primer reproche
o quizás mejor como la prueba
de la piedad divina dando inicio
a la historia de los seres humanos.
En los montes calabreses, de Elena Bartone
En los montes calabreses
había descendido el silencio.
El atardecer se iba anunciando entre los abetos.
Buscaba una respuesta a mis porqués,
a las voces que un tiempo
llegaban desde lejos.
No perseguía otro lugar, sino la vida
en sus ríos de enigmas y sobresaltos
de felicidad.
Barajaba los días,
pero las cuentas no salían.
Tanto silencio y nada más.
En ese silencio totalmente verde
sentí el futuro
que andaba a mi lado.
Mina 1004, de Jeannette Clariond
Arder, yo vi a mi abuela arder.
Agosto. Chihuahua, 1963. Ella ardió,
su fuera y su dentro, ardió en la calle Mina 1004.
Vi a mi padre envolverla en una sábana, el colchón ardía;
las cortinas, la alfombra, su vestido
ennegrecieron. Todo lo recogió.
“No hagan ruido, su madre está cansada.”
Lo vi de luto esa tarde de agosto con su corbata negra.
La recogió. Ceniza y llanto recogió.
El humo de la abuela en el zaguán, las tías
sorbiendo, ásperos, los grumos del café.
Había que borrar lo oscuro que dolía,
disolver la sal, el llanto, abrazarse,
sofocar el temblor del viaje, escuchar
a Paul Anka, por ejemplo, a falta de pulso
rayar el disco de 45 revoluciones por minuto.
Por instantes vivía, por instantes
todo fue púrpura: la mujer, el
cansancio, las frondas de los álamos. Después
el vidrio, el vidrio en el cedro,
el rostro quemado bajo el humo.
También mi madre ardió. En lágrimas su sonrisa apagada:
“Arréglame el pelo, me dijo, déjame salir
a ver si está seca la ropa”.
Tuve miedo. De que sus pasos lentos no volvieran, de la
tersura de la hoja, del sigiloso carcomer,
del reseco peso de la hiedra, ya sin muro, del
florero en la cocina, sin flores. De ese cuarto ciego con su muerte tuve miedo.
De mí misma y el filtrarse del viento
que se llevaba el polvo de los sicomoros.
Los pasajes del silencio, de Alessio Brandolini
Los primeros meses fueron duros, después la hierba cósmica
envolvió rampas y detritos, ahora semillas perforan la pulpa.
Es el momento de podar mucho: subo y encuentro la vorágine
el aislamiento expandido. Dos palabras por su día: cumple
80 años, la tierra adormecida y al partir no basta
un abrazo. Raíces quisiéramos llevarnos
las fibras de nuestra especie. La oscuridad doblega los olivos
absorbe los fragmentos de luz pateando en los guijarros.
En el refugio construido a mordiscos, en el barro de los adioses
fiesta de la mirada arrastrada por los pasajes del silencio.
En las paredes los retratos, con gestos groseros hemos
arañado el origen poroso de nuestra especie.
El ansia es la misma: equivocarse y desgarrarse el costado.
Las ventanas abiertas nos dejan escuchar el jardín
y recordar que afuera todo es distinto.
Con su pico el ruiseñor señala un campo incendiado
manos de cortes. El agua las flores el viento los lobos la levedad
de las hojas, de las plácidas nubes que arrancan clavos.
Suena el teléfono y nadie responde, solamente gruñidos
entre nosotros y quienes han vivido en la casa días divididos.
Definición del urubú, de Margara Russotto
Urubú se llama el negro signo que
nebuloso asfixia al día.
Urubú.
Y no hablo de lingüística.
Urubú es lo que circula el vuelo y le
abre un cordón de sombras a la
carroña del camino
cuando la sequía mueve su escalera de
huesos
y ojalá el viento siguiera.
Urubú
se parece a Sur
pero nadie sabe de su procedencia:
geografía son sus plumas
que se descompone
al mismo tiempo que nuestras metáforas y la
medicina del siglo XIX.
Urubú no es cuervo, no.
Y esta ciudad
apoyada en sus balcones ciegos sin
mar
desfallece
indiferente como una mujer que
piensa en otro. Cuervo es culto
simbólico never
more.
Urubú es siempre siempre siempre.
Selfie, de Raúl Vallejo
El rostro se apropia de sí mismo
y es rastro impregnado
espejo del ojo que contempla
al que se ve ojo que mira.
Sonrisas del otro que es el yo
que lo captura desde la mirilla
incrustada, vigía que atalaya
a través de infinitos espejos.
Fotografía de uno mismo destinada a redes virtuales;
urgencia inútil de sabernos etiquetados en muros ajenos.