Apocalípticos de parque
Bienaventurado el que lee y los que oyen
las palabras de esta profecía, y guardan las cosas
en ella escritas, porque el tiempo está cerca.
Ap. 1.3
El fin del mundo fue señalado, con rigor y entusiasmo, para este domingo a las siete en punto de la noche y él quería ser uno de los ciento cuarenta y cuatro mil elegidos para la salvación. Sólo tenía que demostrar su fe y recibir el bautizo de Jehová.
El domingo de tarde el Parque se viste de fiesta. Los seres que lo habitan están dispuestos a ser parte de un espectáculo jamás ensayado pero tan exacto como la quema de años viejos, con luces de bengala y faroles, cada treinta y uno de diciembre.
Es el Día del Señor y existe quien ofrece su mejor repertorio de pasillos y zambas: una veterana llamada Clarita, pelo rubioxigenado, cara embadurnada de colorete, que utiliza todo objeto fálico como micrófono y combina con dicha chistes obscenos y gestos provocadores. Dicen que fue abadesa de una casa de putas que nunca conoció días mejores, dicen que participó en todo concurso de canto para aficionados que promoviera Radio Cristal, dicen que vivió cinco años bajo la cobija de un comerciante que, quebrado, se mandó cambiar a Miami.
Escuchó la profecía, después del concierto de Clarita, sentado en una de las bancas frente a la Columna de los Próceres; cuando llegó a su casa, luego de que Margarita lo fuera a recoger al Parque, le pidió que hoy lo acompañara y ahora la oye chasquear la lengua y decir “¡Mierda!”, mientras se va no sabe a dónde.
Ella le ha contado la vida del Parque y él lo conoce por cada uno de sus ruidos, como conoce el valor de cada moneda por el sonido que emite al caer dentro del tarro que estaciona a su lado esperando la generosidad del prójimo. En domingo, los corazones se ablandan y, junto con las monedas, también caen billetes de cinco sucres que reconoce porque son una mezcla de sudores y están arrugados y húmedos.
En este día de oración, el sombrero de Alejandro, el equilibrista, también se repleta de monedas y billetes chicos. Es pequeño, rubiajo y un abrazo suyo bien podría triturar un par de costillas a cualquiera. Se anuncia como el Príncipe Alexevich y desde una de las cooperativas formadas al calor de las invasiones de tierra en Mapasingue carga con doce tucos de balsa que en el Parque coloca uno sobre otro formando dos columnas iguales, encima de las que se levanta apoyado en sus brazos, como dando gracias al cielo con los pies; en esta posición desciende echando a un lado un par de tucos a la vez hasta que sus manos se asientan sobre el pavimento. Entre la espera a que se rompa la crisma y el asombro, transcurren quince minutos después de los cuales el Príncipe Alexevich recoge la propina de los transeúntes.
Lo siente caminar con rapidez de aquí para allá en el mismo momento en que un sonido de aplausos al otro lado del Parque indica que el Príncipe ha terminado su acto, alabado sea Jehová que reina sobre las doce tribus de Israel, supone que la gente lo rodea y oye entre atenta y burlona, alabado sea Jehová que bajará de los cielos a juzgar a los hombres el día del Juicio que es hoy, mientras el Pastor sostiene una Biblia en la mano izquierda y gesticula furioso con la otra, derrochando premoniciones, está escrito que será feliz quien escuche estas palabras pues el fin de los tiempos está cerca, a la vuelta de la esquina, la voz enronquecida por el esfuerzo y el gesto amenazante; se detiene de pronto y clava sus ojos enardecidos en el rostro macilento de sus fieles, arrepiéntanse antes de que sea demasiado tarde, solo Jehová salva, solo Jehová salva, aleluya, por siempre aleluya.
Jehová ama a sus criaturas y les da aliento aunque escuchen su palabra de lejos y sin mucha atención. Con el tiempo detenido en el surco de sus arrugas, los fotógrafos se mueven ágiles acomodando niños inquietos, de pelo domeñado por kilos de brillantina en los caballitos frente a la lente de sus cajas de madera; dan indicaciones rápidas a los enamorados que salen sonrientes y abrazados delante de un paisaje dibujado en tela, retocan con colores brillantes las fotos de los conscriptos que, aprovechando estar francos, encuentran en ellas un regalo ideal en el que, generalmente hacen perpetuar con acuarela A mi madrecita querida. Están los admiradores de Clarita, los espectadores del Príncipe Alexevich, los conscriptos francos, los fieles seguidores, escuchando las profecías del Pastor, el mundo está corrupto, Sodoma y Gomorra han vuelto para la perdición de los hombres; el hombre se emborracha, la mujer traiciona al marido, los hijos se entregan a la droga, solo Jehová salva, arrepiéntanse antes de que llegue el fin, y Pedro en la banca, con los oídos abiertos, llenando su espíritu con el rostro del divino Pastor, al que nunca ha visto pero imagina rígido y liviano como la piedra pómez, encendido y vibrante como una olla hirviendo, decidido como un vaso que, arrojado hacia una pared, se hace mil pedazos, porque llegado el día los paralíticos caminarán, los mudos hablarán, los sordos escucharán, los tontos asombrarán a los sabios y los ciegos verán la luz del día gritando todos aleluya a Jehová, dejando que su cuerpo atrape la promesa de redención que flota en el aire; adivinando el rostro de Margarita, que estará rabiando porque le falta fe, la vida de estos seres del Parque que los siente su familia, el mundo de colores que para él es un inmenso y desolado espacio de sombras, hurgando la posibilidad de caminar sin lazarillos y saber de la noche y del día ya no por el calor de la piel, ya no por el viento que azota su cara, abandonándose a la purificación de su alma, el séptimo ángel ha tocado la última trompeta, tomé el librito que me pasaba el ángel y me lo comí. En mi boca era dulce, como la miel, pero cuando terminé de comerlo se volvió amargo en mi estómago, sintiendo que las palabras del Pastor estaban dirigidas especialmente a él, anhelando ser salvo, revolviéndose inquieto en su puesto, golpeando con su bastón el suelo a cada grito de aleluya que daba la multitud, dejándose llevar y percibiendo al cielo como una cama suave, como quintales de algodón esparcidos sobre un petate, poniéndose de pie y caminando, guiado por su bastón, hasta donde el Pastor, que detenido y mirando al cielo, lo esperaba con los brazos abiertos; cuando se produce el encuentro, todos creen verla, una aureola de luz protege los cuerpos fundidos, tu fe habrá, de salvarte, Jehová habrá de salvarte, Jehová querrá que veas, pero tienes que arrepentirte, aleluya, aleluya, Jehová sana porque perdona, grita tus pecados y serás salvo.
Pedro está junto al Pastor y es el centro de la atención; cuando se dispone a hablar llega Margarita y grita:
—¡Cállese tío! ¡Aléjese de ese farsante!
Pedro deshace el abrazo, gira su cabeza hacia donde oyó el grito e imagina el rostro arrugado de la sobrina, las manos bailando en el aire para reforzar sus palabras; vuelve el rostro hacia donde siente el aire caliente y los jadeos del Pastor; tambalea sin decidir para donde moverse.
—¡Que nadie le crea! ¡que nadie la escuche! ¡que los oídos se cierren a las palabras de Satanás en forma de hembra!
El Pastor defiende a sus fieles, gesticula y blande la Biblia; camina copando el espacio de los que le atienden; señala a Margarita que, para los seguidores del Pastor, despide un hedor a azufre.
—¡Ustedes son las ovejas y ella la cabra, ustedes son salvos por su fe y ella condenada por estar fuera del rebaño!
—Venga conmigo tío y déjese de oír estupideces —grita otra vez Margarita y avanza sin fijarse que la gente ya se ha parado y rodea a su profeta.
Los brazos del Pastor se apoderan de los hombros de Pedro, lo sacuden ligeramente y el ciego decide que un milagro está por suceder, que ya no necesitará del brazo de su sobrina para andar, de sus ojos para reconocer gentes y cosas, de su voz ronca y chillona describiéndole el mundo.
—No te vayas porque Jehová obrará a través de mí en tus ojos; porque el espíritu de Charles Taza Russel, el Fundador, y de Frederick Frankz, nuestro actual profeta, están vigilantes para tu salvación.
Margarita quiere abrirse camino en medio del bosque de gente que protege al Pastor, pero la multitud está abigarrada alrededor de su profeta y no concede un resquicio para nadie. El dueño del tiro al blanco, la vendedora de canguil, el betunero, los que ofrecen globos, gafas para el sol, brocha china, hijos predilectos del Parque, también se han juntado para comprobar que Dios existe y que el final del mundo es hoy domingo.
Quieren sonreír viendo el forcejeo de Margarita que trata de rescatar a su tío, quieren participar de la fiesta de este domingo que huele a jabón de rosas y sánduche de chancho, como todos. Una canción acalla rumores de infieles y Margarita se detiene.
—Jehová nos salvará, ¡aleluya! Jehová es nuestra fuerza ¡aleluya! Jehová nos protege porque que estamos contra todos ¡aleluya! ¡aleluya!
El Pastor es dueño de la situación y dirige el cántico de su rebaño que espera la señal de lo alto para reafirmar su fe. Los dedos de la mano del Pastor tocan los párpados cerrados de Pedro y le recita con voz que crece estentórea en aquel rincón del Parque:
—Jehová te arrebata del reino de las sombras porque quiere que contemples su llegada ¡aleluya! Jehová te arrebata del reino de la noche porque quiere que cantes su grandeza ¡aleluya! Jehová te devuelve la luz del día porque quiere que su nombre glorifiques ¡aleluya!, ¡aleluya!
Margarita rompe el cinturón de testigos del milagro de Jehová y coge del brazo a Pedro arrebatándoselo al éxtasis del Pastor.
—¡Véngase conmigo, tío!
Pedro siente que un hierro caliente lo ha quemado; que el mundo de las sombras nuevamente lo ha sometido, que la esperanza se ha quebrado, que la señal del cielo no aparecerá esta tarde.
—¡Suéltame, puta! —y trastrabilla al zafarse de la mano de Margarita.
—¡Suéltalo, puta! —le espeta el Pastor.
—¡Puta! ¡Puta! ¡Puta! ¡Suéltalo en nombre de Jehová! ¡Aleluya! —corean las ovejas del rebaño que será salvo.
Margarita se aleja viendo cómo su tío es levantado del suelo por el Pastor; empieza a correr cuando se pasa la mano por la frente y la sangre le mancha los dedos; y mientras corre las piedras caen a su lado, en su espalda o en su hombro.
Los admiradores de Clarita, los espectadores del Príncipe Alexevich, los conscriptos francos y el resto de los habitantes inimaginables del Parque aplauden y ríen y se dan por satisfechos de este domingo.
—Cállense pecadores —amenaza el Pastor—, callen que el fin está cerca y el signo de Jehová ha llegado: los ciegos verán, los paralíticos caminarán, la estéril concebirá un hijo.
—¡Aleluya! ¡Aleluya!
—La Bestia ya visitó este país. La Bestia es el Papa de los católicos. El fin está cerca: no habrá gobierno, no habrá ejército por poderoso que sea, no habrá bomba nuclear que pueda detener la llegada de Jehová, Dios de Todos los Ejércitos; ¡callen y arrepiéntanse que aún es tiempo!
—¡Aleluya! ¡Aleluya!
—Este hombre de fe inquebrantable ha condenado con su actitud a, la famosa prostituta que corrompía la tierra con su inmoralidad y la hizo pagar la sangre de sus servidores. Ahora Jehová lo premiará y le dará la vista antes del fin del mundo para que sea testigo y cante su gloria.
—¡Aleluya! ¡Aleluya!
Son las seis y cuarenta y cinco de la tarde; Pedro, el Pastor y las ovejas se preparan bajo un cielo nublado que amenaza tempestad. Todos esperan la señal del cielo, hasta Margarita, con su cara convertida en una mancha roja, sentada al frente de la feligresía y contemplada por un niño betunero de ombligo brotado y dedo metido en la nariz. Relámpago de susto y trueno de miedo anteceden al aguacero. Jehová emite su señal y el Pastor, portentoso, recita bajo la lluvia:
—Es que tus comerciantes eran los magnates de la tierra y tus brujerías han seducido a las naciones. Miren que en esta ciudad se encontró sangre de profetas y santos; la sangre de todos los que fueron muertos en la tierra. Pedro, tu fe te ha salvado.
Y Pedro, mojado, arroja su lazarillo y empieza a caminar dando tumbos como una veleta enloquecida, y oye las voces de los testigos del milagro de Jehová que cantan enardecidos:
—¡Aleluya! Jehová es Todopoderoso ¡aleluya! Jehová Rey de las Naciones ¡aleluya! El tiempo se ha cumplido ¡aleluya!
Margarita se levanta y se detiene contemplando las eses que describe el caminado de Pedro y lo ve, empapado, corriendo por el Parque hacia la calle mientras grita el nombre de Jehová. El Pastor, arrodillado y con los brazos abiertos, llora invocando la salvación para los ciento cuarenta y cuatro mil elegidos.
Pedro se acerca al filo de la vereda y Margarita le grita que se detenga pero su voz se difumina entre los aleluyas de las ovejas y Pedro avanza y tropieza al bajar de la vereda a la calle y cae como un fardo en el asfalto y un carro patina sobre el suelo mojado.
Margarita corre y mientras corre va dejando por el camino el recuerdo de cientos de clientes y persecuciones de la policía, de un hombre que le prometió volver y se perdió en el olvido, igual que en esas radionovelas tristes que oía en su pueblo, de oraciones invocadas con piedad en las alas oscuras de los templos, y al llegar hasta donde está su tío caído y el chofer dando explicaciones a un vigilante de tránsito, se agacha y lo abraza.
—Estoy viendo, Margarita —susurra Pedro—; estoy viendo el mundo que me has ocultado: Jehová es mi aguacero torrencial.
El Pastor sigue gritando aleluya. Margarita no sabe si está llorando por su tío o si tiene la cara mojada por la lluvia. A las siete y cinco de la noche, Jehová repite su señal: relámpago de susto y trueno de miedo.