La literatura era una forma de existencia

Entrevistado por Martha Rodríguez
Alicia Ortega, editora, Sartre y nosotros, Quito, El Conejo / UASB, 2007

¿En qué contexto se dio tu primer contacto con Sartre? ¿Fueron lecturas personales o las trabajaste con algún grupo?

Lo primero que leí de Sastre fue La náusea; fue una lectura adolescente llena de descubrimientos y de asombros aunque en esa época yo prefería al Gibran Jalil Gibran de El profeta, al Saint-Exupery de El principito, o al Hemingway de El viejo y el mar, antes que al Camus de El extranjero, o al propio Sartre. Sin embargo, La náusea me estremeció espiritualmente: se trataba de un personaje, una historia y una situación que iba a contracorriente de todas mis creencias. No creo que fuera una lectura decisiva a pesar del estremecimiento: aunque suene a verdad de Perogrullo, mi mundo no era el de un europeo de entreguerra. Después, ya en la universidad, no sólo leímos sino que estudiamos ¿Qué es la literatura? Creo que para la gente de Sicoseo la pregunta crucial, sin embargo, era “¿para qué sirve la literatura?” porque atravesaba todo el espectro de nuestras preocupaciones éticas a pesar de que nuestro diletantismo pudo más en tanto opción grupal. En los tiempos de Sicoseo, la idea del compromiso sartreano se concretó en una opción estética que le dio forma literaria al lenguaje popular avanzando más allá de lo que pasó en los 30: no se trata de la reproducción del habla sino de la transformación estética de la cultura popular y sus múltiples manifestaciones. No éramos existencialistas de café; en un principio, para nosotros la literatura era una forma de existencia y la vida podía convertirse en un episodio literario: se trataba de vivir con intensidad, una especie de carpe diem con ritmo de salsa en un cabaret como el Dominó, en donde un baterista llamado Chinchorris (o algo parecido), marcaba el ritmo de las artistas que se desnudaban ante el público y luego, negándolo siempre (“yo soy artista, señor; yo no soy prostituta y si lo hago con usted es porque usted me gusta”), se acostaban con los parroquianos. Después aparecieron las militancias políticas, que fueron asumidas como la forma suprema del compromiso por algunos de nosotros y que terminaron por disolver al grupo.

En el movimiento cultural guayaquileño de fines de la década de 1970 y comienzos de 1980, ¿qué importancia tuvo la Casa de la Cultura?

En la onda desacralizadora, hambrientos de lenguaje popular, en esa época a la Casa de la Cultura le decíamos “Caleta de la ignorancia” y, como los viejos intelectuales nos motejaban “parricidas”, desde una de las mesas del Montreal lanzamos una proclama que engrosó el archivo evanescente de ese oxímoron llamado “literatura oral” autodenominándonos “raticidas”. En realidad, éramos injustos: en esa época el poeta y narrador Rafael Díaz Ycaza —a quien, dicho sea de paso, aún no se le reconoce toda su valía a través de un estudio sistemático y profundo de su obra— estaba al frente de la Casa y desplegaba una de las tareas más importantes de la época en términos editoriales: inició la colección Letras del Ecuador, esos libritos de portada anaranjada, en los que de manera generosa, como sólo los grandes lo hacen, dio cabida sin condicionamiento alguno a los autores que conformamos Sicoseo: ahí aparecieron, entre otros, De vuelta al paraíso y Como gato en tempestad, de Jorge Velasco Mackenzie; De buenas a primeras, de Fernando Nieto Cadena; Safa cucaracha, de Fernando Artieda; hasta Daguerrotipo, que es un libro mío lleno de ese entusiasmo solemne, típico de los autores inmaduros; a propósito, ese es un libro que fue prologado por Fernando Tinajero, uno de los pocos sartreanos profundos que he conocido. Asimismo, Cristóbal Garcés, desde la revista Cuadernos del Guayas, siempre ha dado, hasta hoy, espacio a los jóvenes, muy a pesar de que, como en todo choque generacional, en algunos momentos fue blanco de nuestras críticas. La Casa cumplía con aquello de ser también un espacio para la literatura de los jóvenes. De hecho, me parece que la Casa, al menos en Guayaquil, luchando siempre contra el centralismo estructural del paisito, que empieza por el enfrentamiento contra la absorción del presupuesto por parte de la matriz en Quito, fue entonces y sigue siendo un punto imprescindible de referencia cultural, por lo menos en literatura y artes plásticas.

¿Y Sicoseo? ¿Cómo surgió? ¿Cuál era la dinámica de trabajo al interior del grupo?

Yo no sé de dónde venía toda la gente. Al comienzo era una mesa de literatos, un poco bohemios, entre cafeteros y cerveceros, conversadores ingeniosos del mundo de la todología, en el Montreal. Conocíamos a la gente de La bufanda del sol, de Quito, y tal vez tuvimos ganas de emularlos. Pero nuestra onda tenía más apego por la existencia que por el existencialismo. Fue así como FNC dijo que todo esto era un sicoseo, es decir, un vacile, un “habla serio… serio te estoy hablando”, sin necesidad de ser solemnes, y, de paso, una manera de reelaborar el lenguaje popular. Hubo un momento en que Sicoseo quiso funcionar como un taller literario pero nunca pudimos lograr que se convierta en eso. Había mucha dispersión en las reuniones formales que, en diversas casas, se convertían, casi sin quererlo, en una continuación de las reuniones informales de todos los días en el Montreal. Había algo de beber, algo de comer y algo de chismorrear. Por supuesto, la literatura también entraba y los comentarios eran bastantes espontáneos y con mucho vacile guayaquileño. No era exactamente un taller sino un espacio para el debate informal acerca de la literatura, la sociedad y la política. Pero no quiero dar una imagen de que sólo existía el caos: no se trataba de un grupo de estudio formal como lo son los de algunas sectas académicas sino un grupo donde el saber y la experiencia vital circulaban de manera espontánea. Cuando se metió la política con el objetivo de convertir a Sicoseo en un espacio orgánico de los escritores de Guayaquil a favor de la izquierda, particularmente el recién creado FADI (Frente Amplio de Izquierda), fue que el grupo se disolvió: todos nos decíamos de izquierda pero no todos estaban interesados en la militancia y, particularmente, ni Fernando Nieto ni Jorge Velasco: y me refiero a ellos porque, en cierta medida, eran los referentes del grupo —más líder FNC que JVM— y quienes llevaron a su realización más radical y más bella la propuesta estética del grupo. Los más jóvenes (Balseca, Itúrburu, Martillo y yo) sí nos interesamos en la militancia política como una respuesta al compromiso sartreano, a la organicidad gramsciana, y al heroísmo del Ché. Me parece, a la distancia, que Sicoseo no se partió como producto de un debate interno, se disolvió porque cada quien tomó el camino que mejor le parecía y el viaje de FNC a México fue el punto sin retorno de todo.

Háblanos del número publicado de su revista, en 1977.

Después de tantas tardes en el Montreal, la revista fue una necesidad de cajón. Ya que hacíamos tanta bulla era bueno que dejáramos algo del griterío por escrito. El número único, como se puede ver, es una especie de manifiesto pero también una colcha de retazos. Rafael Díaz Ycaza nos facilitó el uso de la imprenta de la CCE para imprimir la revista y la presentamos en la propia Casa muy a pesar de nuestra actitud iconoclasta aunque la idea inicial era hacerlo me parece que en el Mesón Carmita o en uno de los cabaret que frecuentaban el gordo Nieto y Artieda. La revista mantiene la onda desacralizadora promovida por FNC en el nombre de todas sus secciones, en la ficha biobibliográfica de los autores, y en algunos textos; el resto fue armado con lo que cada uno de nosotros tenía y quería publicar. Lastimosamente, aparte de la nota de presentación, no hubo una reflexión teórica sobre lo que queríamos hacer y sobre lo que proponíamos. Hubo un segundo número que quedó armado y perdido en algún lugar propicio para la crítica demoledora de los roedores.

¿Cómo eran las tertulias que antes y después de Sicoseo continuaron en el Montreal?

Las tertulias, como tú las llamas, eran tardes de plática alrededor de una mesa, que no era redonda felizmente, bebiendo café o cerveza, según el gusto de cada quien. Íbamos llegando de a poco, alrededor de las cinco de la tarde, a veces con un libro nuevo bajo el brazo, lo cual facilitaba la broma de los sobacos intelectuales, a veces con una carpeta que contenía algún texto nuevo, a veces con las puras ganas de hablar de cualquier cosa. En el epílogo de mi novela El alma en los labios, convertí en ficción una de esas tertulias: el día cuando murió Julio Jaramillo.

¿Cómo fue tu relación de esos años con Jorge Velasco Mackenzie y Fernando Nieto? ¿Puede hablarse de un magisterio informal? ¿Y luego con Miguel Donoso Pareja?

Definitivamente, el maestro del grupo era Fernando Nieto Cadena. Él hizo de la literatura una opción de vida y nos la mostró como una militancia ética y estética. Él hablaba de vallenatos, música salsa, conocía y frecuentaba el mundo bohemio y prohibido del cabaret, y con él aprendimos a escuchar a Julio Jaramillo como parte de esa cultura popular de la que anhelábamos ser parte. Pero no sólo se limitaba a la vivencia. En medio de las cervezas y las chuletas de cerdo que comíamos, a mano limpia, en un lugar privilegiado como era el Sindicato de Trabajadores del Guayas, frente al Parque Centenario, FNC hablaba de Sartre, de Luckas, de Roland Barthes, de Gramsci; digamos que, en ese entonces, era un intelectual sin poses intelectuales ni cara difícil, bajo su liderazgo el ser comprometido no tenía porqué ser aburrido. A la pregunta sartreana “¿para qué sirve la literatura?”, Nieto solía responder, políticamente incorrecto y dicharachero como era, “para acostar mujeres”; mas, nadie como él, ha logrado escribir una poesía tan profunda con elementos populares, encontrando esa sabiduría que brota natural de los amores difíciles contados en las letras de los vallenatos y la salsa —término genérico y comercial que espantaría al mismo Nieto—, nadie como él ha logrado la musicalidad popular en su expresión poética.

Lo que logró FNC en la poesía de manera auténtica y sin amaneramientos, Jorge Velasco Mackenzie lo ha logrado en la narrativa. Velasco era un gran contador de las novelas que él leía. En ese entonces, JVM borroneaba el proyecto de El rincón de los justos y, como consumidor de literatura de gran factura, en aquellas tertulias del Montreal, siempre nos platicaba sobre sus lecturas: J.D. Salinger y The Catcher in the Rye y Nine stories, el Skármeta de Desnudo en el tejado, el Fuentes de Terra nostra, los poetas anglosajones que leíamos en traducción, (Whitman, T.S. Eliot, Ezra Pound), nos hermanaba con Antonio Cisneros, del Perú, Roque Dalton y su Taberna y su novela Pobrecito poeta que era yo. JVM “solapó” mi primer libro Cuento a cuento cuento y el primero de Fernando Balseca, Color de hormiga. En esa época, Balseca y yo todavía éramos buenos amigos —ahora ya no lo somos, pero así mismo es la maestra vida, camará’ te da y te quita, te quita y te da— y estábamos en el colegio (Salesiano Cristóbal Colón) y Velasco fue una especie de maestro para nosotros: en mi caso, se tomó el trabajo de leer mis historias adolescentes acerca de adolescentes, de corregirlas, y eliminó más de la mitad de los cuentos que originalmente conformaban el libro con lo que éste quedó limpio de los “cuentos ilegibles” para su publicación. ¿Magisterio informal? Las conversaciones con FNC y JVM estaban empapadas de literatura y experiencia vital: fueron una de las lecciones más importantes para mi vida de escritor.

El otro maestro ha sido Miguel Donoso Pareja. Pero con él, el magisterio fue menos vital y más formal, si es que un taller literario se considera una instancia formal. Pero eso es harina para otro pan: el taller literario fue una experiencia decisiva para mí pues en él, bajo la guía de MDP, aprendimos toda aquella “cocina literaria” que a los escritores les ha tomado años y que la han puesto a disposición de los que venimos después. Esto no quiere decir que con MDP las cosas fueran “aburridas”. No. Miguel supo separar muy bien lo que era el tiempo del trabajo en el taller y lo que era el tiempo de fiesta de los talleristas.

¿Cómo funcionaba el diálogo con escritores de Quito y otras ciudades del país, con el sector que compartía similares inquietudes en lo literario?

Me acuerdo del lanzamiento de Sicoseo en Quito. Fue algo así como “llegaron los bárbaros”. Por esa fecha, yo estudiaba en la PUCE en Quito, en donde hice mi primer semestre, y, después de la presentación de la revista, terminamos en la casa de Guido Díaz en una comilona de quesos maduros y vino tinto que dejó a muchos cuesta bajo en la su rodada. Pero esto es sólo una anécdota del ambiente bohemio que vivíamos. Meses antes habían llegado a Guayaquil Raúl Pérez Torres, Iván Egüez y el maese Antonio Correa, que trabajaba para Círculo de Lectores de Colombia. El asunto es que Círculo ofrecía una beca que consistía en un viaje a cualquier lugar del mundo para escribir: ¡el deseo que todo escritor le pediría a Aladino si consiguiera la lámpara! Y todos los que tenían posibilidades de influir en el asunto hicieron lo que estuvo al alcance de cada quien para que el seleccionado sea Jorge Velasco Mackenzie. Creo que había bastante generosidad entre todos y no quiero sonar a que estoy hablando de una “edad dorada”, como en el Quijote, pero entonces la literatura era una opción de vida y no buscaba ser una profesión de escritores que compiten por un mercado de lectores.