—¿Quieres dormir? —él se ha acercado a la cama y se inclina hasta casi rozarla.
La pregunta es ociosa. No mueve un solo músculo. Le duele el vientre, las rodillas y no quiere hablar. ¿Por qué tenemos que parir nosotras? Esteban camina hacia la ventana y pega la nariz al vidrio. La mujer ha logrado, con dificultad, guarecer a su hijo y tiene los zapatos sobre un cartón, a un lado, mientras el agua moja sus pies. Alicia lo ve salir del cuarto, apresurado. Mejor así; se puede tener las paredes a mano para devorarlas, sin ojos que la contemplen a una, interrogándola. Además, la idea fue de ella.
Se lo dijo bailando en la discoteca, de golpe. Le molesta la luz pero no quiere llamar a nadie. Tal vez a Gabriela. ¿Dónde se habrá metido? Que no se preocupara, que ya había decidido no tenerlo. Esteban no quiso seguir bailando, la tomó de la mano y la llevó a sentarse; pidió un par de whiskys secos y le preguntó atropellado si estaba segura. ¿De qué cosa? había respondido mientras seguía con la mirada el paso esquivo del mesero con los dos vasos, ¿del accidente o de la decisión?
—No es momento para ironías —reprochó Esteban— yo te quiero, no hay necesidad de…
—Para ti todo es más fácil. Eres hombre.
—¿A qué sales con eso ahora?
—Claro, el señor dice: cumpliré como caballero y toda esa mierda… pero lo que el señor no sabe es que la que va a estar jodida voy a ser yo, ¿entiendes?
—Pero eres la madre —recalcó exaltado Esteban.
Alicia lo miró con gesto amargo, acorralada:
—¿Y quién te asegura a ti que eres el padre?
Tampoco en ese instante le importó quedarse sola. Cuando llegaron los whiskys se los bebió de golpe y no quiso levantarse. Estúpido, masculló, masculla volviendo a mirarse las manos huesudas. Los truenos también la irritan. Gabriela entra fijando sus ojos directamente en la cama. Alicia sonríe y quiere sentarse pero no puede, apenas logra levantar la cabeza de la almohada.
—Te estaba necesitando —susurra achinándose.
—¿Cómo te sientes? —hace una pausa y mira hacia la puerta—. Esteban acaba de irse.
—Molida —sus manos se soban las caderas—. Así que el estúpido se fue… bueno, peor para él.
Gabriela camina y observa la biblioteca empotrada en la pared frente a la cama. Intenta coger un libro y se le cae. Sonríen. Alicia la increpa, jugando.
—Me vas a destruir el cuarto, manoaguada.
Recoge el libro y al acomodarlo tropieza nuevamente y se le cae. Otra vez sonríen.
—Eres una radical. Esteban anda como loco, Dime la verdad, ¿de quién era?
—De Esteban.
—Estás mal de la cabeza —Gabriela abre la boca y saca la lengua como si quisiera echarla toda para afuera mientras con una mano se retuerce la punta de la nariz. Alicia se carcajea.
—La virginidad, en cambio, a ti te tiene loca.
Después, Gabriela le cuenta que Esteban se hizo cargo de todo. Alicia le pide que, por favor, le pinte las uñas, que se le ven muy pálidas las manos. Mientras le pinta, cierra, como si ya aquello fuera un rito, los párpados que ahora los siente más pesados que nunca.
—¿Te importaría si se lo digo? —Gabriela, bajo el marco de la puerta, está marchándose para su departamento.
—Eso es cuestión tuya —Gabriela se encoge de hombros y menea la cabeza de manera inexacta. Alicia, enseguida, se arrepiente de su indiferencia—, no…los hombres son… mejor eso queda entre las dos… por favor.
Gabriela le señala con los ojos que alguien se acerca y se va. Alicia intuye de quien se trata y suspira cansada dejando caer la cabeza como si de repente muriera. Esteban entra mojado.
—Fui a comprar cigarrillos —se excusa— ¿quieres?
No le responde. Parece estar pensando en lo que hará Gabriela. Siente un ligero dolor adentro. Se fastidia.
—Quiero saber la verdad —exige Esteban.
—¿Te importa mucho? ¿En serio te importa mucho? —desafía Alicia.
—No es que me importe mucho ni poco, solamente creo que tengo derecho a saber la verdad.
—Si no te importa, ¿para qué quieres saberlo?, y si te importa, por qué crees que tengo la obligación de decirte estas cosas, digo, mis cosas.
—No seas malabarista. Lo que quisiste hacer ya lo hiciste. Ahora, yo quiero la verdad y punto.
—Está bien, pero después te vas.
Esteban enciende otro cigarrillo y mirando hacia afuera ve la tormenta convertida en garúa y el vacío dejado por la mujer que ya se ha ido del portal del frente. Alicia le pide un cigarrillo y se lo entrega apagado. Ella lo toma entre sus dedos y al llevárselo a los labios su mano tropieza contra las sábanas y el esmalte de tres uñas se corre.
—En realidad, no sé de quién era el niño; no sé si fue tuyo o de Federico —con fastidio—. Y ahora, por favor, déjame sola.
Esteban le grita, la insulta y se va tirando la puerta. Definitivamente, nunca podrían quedar preñados. Contempla sus dedos y decide, de improviso, llamar por teléfono:
—Aló, Gabriela… no, no pasa nada… sí, se fue tirando la puerta porque no le quise decir nada… sí, estoy medio loca… solo te llamo para una cosa y cuelgo: perdona, te mentí.
Entonces entiende que debe cerrar los párpados hasta el día siguiente. Fue mejor así. Si sucediera en las mismas condiciones lo volvería a hacer. Al diablo uñitas, murmura y se acurruca.