Solo tendré que decirle que no funcionó y punto. Sale del baño y contempla las sábanas sudadas y revueltas, el edredón tirado sobre la alfombra del piso, las almohadas una encima de otra. ¿A dónde se habrá ido ese desgraciado? De pie, en la habitación solitaria, recuerda que se fue a la cama con Alberto pensando en otra cosa. Siempre que se metía en la cama con alguien que no era de su agrado pensaba en otra cosa, pero ahora más. Con la cara de tonto que tiene, ¿quién lo iba a suponer? Esta revelación tal vez sea mi oportunidad para abandonado todo.
Al instante en que él murmuraba que te había deseado desde que te vi con esa minifalda negra y abierta atrás, y más estupideces de rigor, yo no dejaba de pensar en la broma planeada con Rocío. Se lo escribes en el espejo del baño y verás cómo se pone; de seguro vendrá espantado a mí. No soporta sentirse estafada. La culpa es de Rocío porque ella fue la que me lo presentó. Te admira tanto, me cuenteó la muy alcahueta.
En un arranque de ira empieza a desbaratar el cuarto. Las lámparas del velador quedan la una por la puerta de entrada, la otra medio derrengada en una esquina. Las cenizas de los ceniceros están desperdigadas y todavía revolotean por la habitación aún en penumbra a pesar del sol mañanero impedido de entrar por las cortinas black out que cuelgan impávidas ante el escándalo. La Biblia de los Gedeones, descuajaringada sobre la cómoda, se ha quedado sin ningún consuelo que ofrecer. Más sola que nunca y, además, mujerzuela marcada. Definitivamente, esto tiene que acabarse y mientras más pronto mejor porque después una se arrepiente y ya no pasa nada.
Regresa al baño y sin mirar hacia el espejo llega hasta la tina y abre las llaves de agua. Encuentra lo que busca en la cartera de los afeites y se sienta sobre la taza del escusado a esperar que se llene la tina. Un viaje; el último viaje; libre al fin y flotando; eso es lo que necesito. Olvidar a los hombres que me presenta Rocío. Olvidar sus caricias monótonas y sus palabras repetidas sin una pizca de imaginación: María José, la muchacha disponible; la que tiene nombre de boutique y piernas de bailarina. Atarantada y atolondrada, que es como decir dos veces loca: se van a acordar de mí.
Dentro de la tina a medio llenar parece calmarse. El agua tibia afloja la tensión de sus caderas, le acaricia como nadie sus piernas largas. Contempla sus muñecas y vuelve a pensar en Rocío. Conversaron sobre si valía la pena o no. Tengo que darle una lección a ese tonto de Alberto, mi amigo de viejos tiempos, comentó Rocío, y tú me ayudarás. Aceptarás acostarte con él ¿no lo has visto cómo babea por ti? —un pequeño sacrificio por una gran amiga—, y, a la mañana siguiente, sin que él se dé cuenta, escribirás en el espejo del baño con lápiz de labio: Bienvenido al mundo del SIDA, y te marcharás.
Pero no se marchó. Soñadora y sentimental, que es como decir dos veces tonta, escribió lo convenido solo para no defraudar a Rocío puesto que, al momento de hacerlo, las caricias de la noche anterior todavía jugueteaban diestras sobre su piel. Regresó a la cama y volvió a quedarse dormida. Es tan rico estar acurrucada así. Por eso, al despertar, encontrarse sola e ir al baño, no pudo creer que junto a la frase escrita por ella, Alberto hubiera añadido: hace años que vivo en él.
Y, mientras sus muñecas, sumergidas en la tina al fin llena, tiñen el agua de rojo, y María José se entrega a un delicioso desvanecimiento, al viaje hacia la libertad que tantas veces había soñado, en otro lugar, Rocío y Alberto, sin una pequeña idea siquiera de lo que está sucediendo en la habitación del hotel, se acarician como en los viejos tiempos y se ríen a carcajadas de lo bien que resultó la broma que le jugaron a esa muchacha dos veces loca y dos veces tonta, con nombre de boutique y piernas de bailarina.